Al parecer si, las experiencias vividas por una persona, especialmente las traumáticas, logran cambiar la forma en la que se expresa su ADN y estos cambios generan un impacto importante en su árbol genealógico. Así lo demuestra un número creciente de estudios de la epigenética (marcas químicas que se añaden al material genético).
Por ejemplo, estudios de personas descendientes de campamentos de prisioneros de guerra, mostraron cambios epigenéticos, resultados que se aluden a traumas causados por las malas condiciones de vida, hacinamiento extremo, el deficiente saneamiento y la desnutrición.
Los científicos explican que los hombres tuvieron que sobrevivir con pequeñas raciones de maíz, y muchos murieron de diarrea y escorbuto. «En este período de inanición intensa, los hombres se volvieron esqueletos andantes», según Dora Costa, economista de la Universidad de California, en Los Ángeles.
Costa y sus colegas estudiaron los expedientes médicos de casi 4.600 niños cuyos padres habían sido prisioneros de guerra y los compararon con los de más de 15.300 niños de veteranos de guerra que no habían sido capturados.
Los hijos de los primeros tenían una tasa de mortalidad un 11% más alta que los hijos de veteranos que no fueron prisioneros.
Asimismo, un análisis del 2015 descubrió que los hijos de los sobrevivientes del Holocausto tuvieron cambios epigenéticos en un gen que estaba vinculado a sus niveles de cortisol, una hormona involucrada en la respuesta al estrés.
La importancia de estos estudios radica en saber que las consecuencias de nuestras propias acciones y experiencias podrían afectar la vida de nuestros hijos, incluso mucho antes de ser concebidos. Esto da un giro muy importante al hecho de elegir como vivir.
Los expertos aseguran que si curamos los efectos de traumas vividos a través de distintas terapias y mejoramos nuestro estilo de vida, podremos detener el proceso epigenético para que no lo hereden nuestras generaciones futuras.
